Salir del clóset en El Dorado 70 con Scott Weiland - Grupo Milenio

2022-09-17 05:48:49 By : Ms. Jamie Chan

Joaquín López-Dóriga

Gibrán Ramírez Reyes

Héctor Aguilar Camín

Entre 1992 y 1993, Torreón era tan árido, estaba tan lejos de Dios y de los Estados Unidos, que Monterrey parecía estar a la misma distancia que el entonces Distrito Federal, Chiapas o La Patagonia. Una ciudad con olor a adobe revolucionario y cera para barba a lo Venustiano Carranza. Rodeados de conjuntos de casas con techos de dos aguas, ejidos y norias en medio de la nada.

El rock no existía. Las únicas camisetas que llegaban a algunos locales del centro, ende la calle Morelos o la Acuña, donde estaba el Local Metal, eran las de Caifanes, Café Tacuba o del inmamable Jim Morrison.

No miento al asegurar que los estampados más alternativos eran aquellos que ponían a Soundgarden al frente, pues Kurt Cobain aún no se decidía a jalar del gatillo.

Por eso, cuando en la fayuca de la Vicente Guerrero encontré una camisa de poliéster, con el típico corte de empleado de una gasolinera y el logo de la marca de aditivos y lubricantes para automóviles, Scientifically Treated Petroleum, bordado a la altura del pecho izquierdo, la compré de inmediato: STP.

La biografía más o menos oficial dice que en principio, las iniciales correspondían al nombre de Shirley Temple's Pussy. Cuando lo pensaron mejor, se arrebataron en aclarar que se trataba de una denominación para Stereo Temple Pirates. En lo personal, creo que la cagaron, pues cualquiera de esas dos ocurrencias tenía más fibra y perversión que Stone Temple Pilots. Lo que es un hecho, es que fue una masturbación deliberada que las siglas tuvieran una asociación subliminal a las icónicas letras en tipografía de la Motor Oil Company. Supongo que toda esa imaginería de guitarras afinadas en la furia alcoholizada de Seattle y talleres mecánicos, con hombres sudorosos, en overoles embadurnados de grasa negra de tanto cambiar el aceite fungieron en mí como estímulo a un prototipo de homosexualidad por ese entonces atrapada en mi uretra y en el inevitable clóset ranchero.

Descubrí la banda de Scott Wailand casi al mismo tiempo que entré al Cinema Dorado 70 en una de esas sofocantes noches sin expectativas laguneras. Era un cine tradicional en forma que se encontraba en el centro, casi en la esquina del bulevar Revolución y la Treviño, atrás de un pequeño edificio de dos plantas con esa arquitectura brusca, inconfundiblemente priista que albergaba las oficinas de alguna confederación campesina.

Decía mi abuelo que, durante sus años de gloria, el Dorado 70 programaba cine de arte pesado e intelectual. Pero en los noventa, sobrevivía con base en porno heterosexual. En la marquesina aún conservaban ese letrero de cuadros azules y rojos cuya ilusión óptica de profundidad en zig-zag daba la impresión de los clásicos tickets de cine en escala gigante. Pagué mi boleto con la misma flemática curiosidad con la que entraba a los Soriana a robarme casetes de Nirvana y de Lisa Stanfield.

Pero sin duda, las imágenes de sexos opuestos penetrándose en pantalla grande no me inquietaron tanto como los hombres que por ahí deambulaban, solos. Meseros de cantinas de La Alianza con sus camisas desabotonadas que, con todo y su fetidez a Old Spice y crema humectante de la que vendían a la entrada de los Baños Polendo, no disimulaba su olor a agrio sudor viril de un verano desértico cualquiera. Quién sabe. Quizás ahí desarrollé mi afección por los hombres mayores.

También había machos con sombrero texano y la piel quemada de tanto recolectar algodón en pleno campo, bajo el sol infernal del desierto. Fingían dejarse llevar por los coitos reproductivamente binarios de la pantalla gigante, pero resultaba obvio que ansiaban la lujuria masculina.

La homofobia a salto de bala post revolucionaria orillaba a los homosexuales de ocasión del Dorado 70 a mantener una actitud estoicamente masculina, por si hacía falta defenderse. Ahora que lo pienso, los gays afeminados, no-binarios les dirán hoy, bien podrían ser los privilegiados de aquel entonces. Aunque eran víctimas de burlas, al final, eran los que no tenían la necesidad de esconderse en las penumbras de un cine porno, pues se codeaban con las estrellas adineradas que acaparaban la sección de sociales.

Los que peinaban a las modelos que acompañaban los espectáculos del cómico Raúl Vale y maquillaban a los conductores de los noticiarios locales, los que eran dueños de los salones de belleza más prestigiosos y, costosos. Eso los blindaba de algún modo. La homosexualidad tóxicamente masculina era cosa de las clases populares.

El día que el MTV gringo lanzó el sencillo de “Plush”, con el sello World Premier Video adherido a los créditos durante un **show** apodado “Alternative Nation” y conducido por una morra que se hacía llamar Kennedy, quedé perturbado y excitado. Me intoxicó el mismo cosquilleo que experimentaba con el sencillo de los Stone Temple Pilots se repetía cuando veía a esos señores con laca Wildroot y resortes de pelo en el pecho y pantalones de mezclilla. Eran parecidos a los amigos de mi padre, dueños de tiendas de refacciones para tractores. Ofreciendo su verga a otro hombre nervioso por la excitación y la vergüenza.

Recuerdo haber quedado absorto en esas sucesiones de guitarras propias de los STP. Alienadas a un objetivo pantanoso, con las fantasías de alcanzar el virtuosismo rockero por los suelos.

Bajo el influjo de la sensiblería, bufando a cada grito de Weiland. Y las imágenes del video. Fotogramas de perversión claustrofóbica sin escapatoria. Personas aprisionadas en una suerte de burdel glamouroso de glamour en picada. Quizás un homenaje perturbador a los locales de table dance donde empezaron a tocar. El video de “Plush” era una pesadilla de cortinas de aluminio oxidado que parecía no ver el amanecer nunca y transmitía una sensación de secretos hechos bola, taponados en el intestino a punto de vomitar. Metáfora de una sexualidad escondida.

Como los secretos de todos esos hombres del Dorado 70 que seguramente cargaban con una vida heterosexual en sus trabajos y casas. Algunos con esposas e hijos. O así lo interpretaba yo. Y aunque mis padres eran tan liberales como valemadres, tener sexo homosexual por primera vez siempre es un asunto de angustia contenida en un mundo que te asume heterosexual hasta que demuestres lo contrario.

A pesar de que los protagonistas del videoclip se mueven con una maldad hetero, para mí “Plush” significó una extensión de la tortura **closetera** en aquel instante noventero. Pero también un alivio. Verlo era como si estuvieran describiendo la gozosa claustrofobia que me robaba la respiración cuando buscaba axila y verga en las funciones del Dorado 70. Cuando trabajaba lavando vasos y sirviendo la botana en la cantina El Ciriaco de mi tío Paco. Apenas cobré un domingo y fui al Paseo de la Rosita, donde se encontraba la tienda de discos Scala, y me compré dos casetes: “Core”, de Stone Temple Pilots, y “Where you been”, de Dinosaur Jr.

Una tarde me encontré en el Dorado 70 a un amigo de mi padre que tenía negocios esparcidos entre Torreón y Matamoros. Algo cosas de refacciones para tractores. Quise hacerme pendejo, fingiendo como todos ahí, que también me excitaban los gritos insoportablemente sobreactuados de las actrices porno y sus tetas que rebotaban como estorbosos balones desinflados exudando referencias maternales.

No lo conseguí. Terminé pervertido con un absurdo guiño de ojo.

Conforme mis visitas al Dorado 70 empezaron a ser continuas, fui descubriendo los talentos en Stone Temple Pilots. La voz de Wailand evocaba el instinto primigenio del rock sin anhelos por trascender y algún día estar en el Salón de la fama. Tuve que comprar un par de copias más de su álbum debut “Core” (1992) de tanto que jodía la cinta magnética por escucharlo todo el santo día. Por ahí tuve una edición nacional, con los títulos de las canciones en español como “Mojé mi cama”, antes de por fin tener el compacto. Cada que iba a la tienda de discos Scala, que estaba en el Paseo de la Rosita, a reponer el “Core”, aprovechaba para comprar números de la **Rolling Stone**, la **Spin** o la **Q Magazine**, que durante esta pandemia cerró sus ediciones impresas para siempre.

La crítica fue especialmente culera con ellos y Weiland. Se les acusó de encarnar una réplica oportunista de la furia alcoholizada de Seattle, sin importarles que fueran paisanos. Aunque en lo personal, si algo me cautivó de aquel video “Plush”, fue ese **look** un tanto **glam** y otro poco **dark** de Wailand y compañía. Un **look** totalmente anti-minimalista como era la moda de segunda mano de Seattle, a excepción de la potente batería Eric Kretz. Me resultaba enigmático como el bajista Dean de Leo salía con el cabello perfectamente peinado y unos pantalones de pinzas, como los meseros de las cantinas del centro de Torreón que se daban sus escapadas al cine prohibido Dorado 70.

Con su disco “Purple” de 1994 se les volvió a sentar en el banquillo de los acusados, esta vez bajo el cargo de “suavizar” su rock. Qué mamada. Si el mismo Cobain confesó hasta el hartazgo su devoción por los Pixies y los Vaselines que básicamente es rock suavecito. Bien hecho y seco. Tibio como un trago de bourbon. Nada en contra. Me encantan.

El **grunge** reconocía con orgullo que su tempo era una influencia directa de la guitarras ralentizadas de My War, el álbum del 1984 de Black Flag. Se dice que Weiland y De Leo se toparon por primera vez en California durante un concierto de Black Flag, los padres de buena parte del espíritu alternativo y disconforme norteamericano. STP tenía razones suficientes e históricas para exigir su pedazo de tierra grunge, cuya brutalidad radicaba en otro lado, en el fiasco, el hastío y la incomprensión. La homofobia.

Creo que Purple es una joya que solo se aprecia con la amargura del paso del tiempo. Fue el mejor de los trabajos de los STP con Weiland al frente. “Interstate love song” es un pinche rolón con una de las más grandes entradas y estribillos de toda la puta historia. Como sea, si hubo farsantes del grunge, esos fueron Silverchair, Collective Soul y hasta cierto punto Soul Asylum.

En ocasiones, los críticos del rock se dejan arrastrar por su reaccionaria pesadez, que les impide conmoverse, disfrutar y acariciar las sutilezas, aunque sean imperfectas o predecibles. Su papel es destruir discos para ganarse cierto respeto a falta de roles de poder sexual, que difícilmente pueden mutar en la cama hetero. Aunque prefiero eso, antes que leer derroches de tinta en elogios y cacería de tendencias a lo pendejo, muy característico de la prensa musical mexicana. Pienso en todos esos bugas que se quedaron sin aliento escribiendo textos sobre el milagro rockero de Julieta Venegas y hoy encumbran el reguetón como acto de inmolación, aunque sufran de vértigo autista en las caderas cada que intentan bailarlo. Nada más triste que un buga con las caderas gachas. Para mí, esos no son críticos sino simples relaciones públicas de la industria discográfica.

Si algo tuvo la “aproximación grunge” de STP, y su rock encantadoramente pesado, fue una debilidad estética. Sensibilidad por las tesituras finas en medio de lo macizo de las guitarras y los fundamentos del bajo a lo **hammer on** sobre baterías amplificadas. Según yo, tal teoría se comprueba porque toda vez que fue la única banda grunge, junto con Helmet, en ser incluidos en el **soundtrack** del ultra estilizado film The Crow, al lado de The Cure, NIN, Rollins Band, Violent Femmes, o Jesus and Mary Chain entre otros. “Big empty” es la balada perfecta para las crudas gay de cocaína, sexo y malentendidos sentimentaloides. Los putos nos enamoramos en chinga.

Una sensibilidad muy gay. O apropiada por buena parte de los homosexuales de la generación. Los STP tenían habilidad para armonizar feedbacks y garage rock con compases bailables y coros de pop pegadizos precedidos de una melodía de metal dopado y volátil, que sonaban bien en clubs gays como en “Sex type thing” y “Big bang baby”, que sonaban bien en clubs gays. Puede detectarse en la humilde biografía del mismo Wailand, Not dead and not for sale, escrita por David Ritz. Lamentablemente no es un buen texto (podrían ser las reflexiones y agradecimientos autocompasivos de cualquier booklet de grandes éxitos.). Dicho esto, yo la devoré con el mismo asombro erótico y la emocionante ansiedad que despertó en mi la primera vez que escuché el Core. Wailand muestra una sensibilidad que me quiebra los huesos. El capítulo en el que confiesa la violación que sufrió a los 12 años por un maldito musculoso que cursaba el último año de la secundaria me saca lágrimas cada que lo leo. Tragedia que lo perseguiría hasta el último aliento que pueda existir haber entre el émbolo y la aguja. Su adicción a la heroína se trató de un implacable tormento durante su vida. La tecla de Ritz es obtusa en su inútil optimismo. Ni siquiera pudo construir una sintaxis que se emparejara con la ensimismada hombría de las letras de los STP. Pero sí que consigue exhibir la heroinómana timidez con las mujeres de Wailand que me conmueve hasta llenarme las venas de un melancólico libido. Lo mismo cuando habla de las prendas **glam**: asfixiantes estolas travestis mezcladas con chalecos de piel que, según Wailand, realzaban los músculos de los hombres. Sobre todo cuando se deja llevar por la profunda frivolidad de los sombreros ridículos, las gafas de gota oscura, y su ojo para las plataformas de charol barato de 18 centímetros de alto con la boca de la bota hasta la pantorrilla. Su manera de vestir me exprimía hasta mi la última gota de saliva y semen cada que corroboraban mis sospechas fetichistas.

Tuve la oportunidad de viajar a Seattle para hacer un reportaje de la historia del grunge y descubrí que muchos gays se habían hecho fans de los STP a partir del Purple. Me decían que las letras resultaban muy fáciles de adaptar a las vulnerabilidades y problemáticas de las situaciones homosexuales gay, desde el clóset hasta ese terrorista sentimiento de creerse sentirse amado en medio de **gloryholes**, **popperazos**, vergas y autodestrucción. Si bien en el Dorado 70 no existían las dos primeras, las dos segundas eran la ley.

En México también he conocido otros gays seguidores de los STP. Algunos sencillos del Tiny Music… songs from tha vatican gift shop, junto con los Smashing Pumpkins, llegaron a sonar en El Almacén de la Zona Rosa, el bar gay cuyos mingitorios conducían al sótano de El Taller, donde sólo podían bailar hombres. El 4 lo escuché en pausas desatendidas, porque en aquel entonces me la pasaba estimulándome con Green Velvet para el rave de fin de semana, en ácido los sábados bajándomelos con **chill out** para que a mitad de la semana volviera a prender la mecha electrónica. Así, hasta que los **raves** se convirtieron en un desastre de **pyscho hippie**.

Con la inesperadamente muerte de Weiland, caí en cuenta que 4 fue un gran disco. “Sour Girl” es un paisaje de ese blues que prescribieron el estilo de Led Zepellin y, de nuevo, con perfectas mediaciones de pop que le aportan un estribillo accesible y exquisito. Mucho antes que los White Stripes se pavonearan con eso de regresarnos a las raíces del rock.

Hubo una época en la que Weiland jugaba con la sospecha sexual del **glam rock**. Pude verlo en un concierto que dio en San Francisco, con gorro de policía forrado en cuero, lentes de aviador, torso desnudo, pantalones brillantes, plataformas y una estola rosa ácido. Outfit que le fusilé para una marcha del orgullo sobre el Paseo de la Reforma. Weiland era un tipo que exudaba sensualidad porno suicida y yonqui como pocos. Chris Cornell es más producto de la primera ola de metrosexualidad diseñada por las firmas de cremas costosas para las ojeras, con el objetivo de que los hombres no se sintieran tan maricones al usarlas. Eddie Veder nunca se me hizo tan guapo como para dedicarle una eyaculada. Y sigue vivo y algo gordo. STP son de esas bandas cuyo valor radica en la autenticidad de su vorágine capaz de taladrearte los sentimientos y no precisamente con su virtuosismo.

Lo cierto es que en 1993, aún con Nirvana en ebullición o Alice in Chains en la cima de su exitoso desencanto, los demenciales Butthole Surfers escogieron a los STP de teloneros, en vez de agarrarse a una banda de grunge de cepa. La leyenda cuenta que fue ahí donde Weiland se enganchó con las drogas. Esos Surfeadores del culo tienen fama de joder la vida de sus acompañantes de gira. Primero le provocaron trastornos cerebrales a una morra que se subió a bailar durante sus presentaciones y con el tiempo se convirtió en una especie de corista psicótica a causa de la tormenta de estrobos a la que se vio expuesta. Luego Weiland. Nunca pudo superar su adicción. Y esa montaña rusa de angustia, redenciones y caídas se vio reflejada en suslos trabajos posteriores, como solista (cuyos álbumes pasaron desapercibidos) y en colaboraciones con Velvet Revolver o The Wildeabouts, la banda con la que estuvo de gira al fallecer.

Después de aquel guiño, el amigo de mi padre me propuso vernos en el Dorado 70 los jueves, por alguna extraña razón eran, los días con menos gente, contrario a los miércoles, que eran de dos por uno. Nos metíamos mano. Ahora que lo recuerdo, éramos los únicos que nos atrevíamos a besarnos. Hasta que los incómodos asientos, sobrevivientes del furor ochentero, se volvieron insuficientes. Me propuso encontrarnos en un espacio suyo. Entonces, STP se volvió una costumbre, casi ritual, en la casa cerca del Bosque Venustiano Carranza, cuando cerrábamos las cortinas para que los vecinos no fueran testigos involuntarios de ese señor pervirtiendo a un mozalbete. Poner el “Core” en una destartalada grabadora de doble casete hacía que no me sintiera presa de un rabo verde, que para mí era atractivo. Lo sigue estando, de hecho.

Si una banda logra amalgamarse con las mañas que te marcan de por vida, es porque la honestidad de su música era de calidad.

Larga vida a los STP y a Weiland, el cabrón más guapo del **grunge**.