Autorretratos de hielo | Algunos juegos de pelota… - El Sol de Tampico | Noticias Locales, Policiacas, sobre México, Tamaulipas y el Mundo

2022-09-24 07:19:48 By : Mr. Mike M

  / miércoles 31 de agosto de 2022

Al salir de la estación del Metro caminaremos por la calle De Castelneau. Junto a los amigos de cada sábado presentiré mangas largas en el ambiente, y todos comprobaremos que agosto ya va de salida en ese aroma de otoño anticipado recorriendo las aceras —al caer la noche las temperaturas vuelven a descender, y, debo decirlo con tristeza desde el primer párrafo, en el Polo Norte la luz del sol ha comenzado a llegar tarde a los amaneceres...

Casi al unísono estaremos de acuerdo en que el otoño suele arribar precedido de olores inconfundibles. Madera húmeda o cortezas mojadas, sí, huele como a ramas hechas de lluvia, y siempre será la estación más bienoliente de todas, no nos cabrá ninguna duda. Por cierto, qué difícil resultará describir sus efluvios a los nacidos en el Golfo de México, allá donde el trópico es brisa y sarpullidos permanentes. Distraído sobre las banquetas de las charlas de mis amigos —uno argentino, el otro uruguayo (que no es lo mismo pero es igual, diría Silvio Rodríguez)—, en voz alta renunciaremos a la elegancia del término “efluvio”; para simplificarlo, acudiremos a sinónimos más cotidianos, a vocablos como “emanación” o “esencia”, siquiera “fragancia”, y, ante las dudas de la palabra “almizcle”, entenderemos que los ciclos boreales se han hecho nuestros gracias a los diccionarios hispánicos.

Picará nuestra curiosidad este barrio habitado por los transterrados del subcontinente indio, también de Paquistán, de Sri Lanka o de Bangladesh. Sus miradas y sus restaurantes irán del inglés al hindi, del sánscrito al francés, del bengalí al punjabi, tal es el vaivén lingüístico más cotidiano en el sector, y está muy bien que así sea. Reflexionaré, además, que en esta parte de la ciudad siempre seremos un “país de países”, un mosaico de pronunciaciones, y los tres nos perderemos en una pequeña multitud de turbantes, negros, anaranjados, amarillos, adolescentes de mirada traviesa, mujeres vestidas con el “sari” tradicional, y después caminaremos hacia el parque Jarry donde la tarde aún arrojará sus claridades sobre unos jardines de apariencia interminable.

Muy al fondo veremos a dos equipos de cricket y los banderines en el césped delimitando un campo circular…, ¿o era ovalado?..., difícil decirlo. El lanzador tomará impulso y la pelota saldrá de su mano como un proyectil de madera, y escucharemos el impacto impresionante del bateador, y no, lo diré sin tapujos, yo no conozco las reglas del cricket, sólo lo esencial, los once jugadores por bando, la cancha redonda y esa franja central de arcilla donde los adversarios se miran de frente en cada lanzamiento. Nos detendremos a contemplar sus uniformes: azul marino, por un lado, rojísimos por el otro, y no veremos asistentes, sólo los jugadores y sus familias a la sombra de un arce monumental. Por accidente invadiremos la zona del juego, y ellos mirarán hacia nosotros con ojos de reproche: perdón, perdón, perdón, gritaremos los tres, avergonzados, y levantaremos la mano en señal de amistad, y también agacharemos la cabeza, y yo me quitaré la cachucha en son de paz, y luego firmaremos un tratado de amistad acercándonos al árbol de las familias numerosas y de los uniformes luminosos y de las mujeres tan sumisas —sus gestos de abnegación me harán pensar mucho en las novelas de Arundhati Roy, y ni modo.

Permaneceremos allí, un buen rato, junto a esos rostros ahora tan complacientes. Como en un subibaja de pronunciaciones, reconoceremos la música del hindi sin entenderlo, y esa será la mejor hora de nuestro sábado, qué digo, el mejor día de un otoño inminente. Además, comenzaremos a entender mejor el cricket, sus dinámicas de “palo y pelota”, sus bateadores y sus lanzadores y sus corredores. Y, sin haber salido nunca de la isla de Montreal de todos los deportes del mundo, realizaremos un viaje imaginario por la “Commonwealth”—la Comunidad Británica de Naciones— donde dicho juego es casi una religión: iremos a las Antillas por el rumbo de Australia, pasaremos por Zimbabue rodeando la India, y desde Inglaterra alguien nos hablará también de Nueva Zelanda y de Sudáfrica, potencias mundiales del cricket.

Más tarde, camino a casa, recordaré haber descubierto otros rincones del planeta gracias a los juegos de pelota. En el parque de la Bolduc, por ejemplo, en el corazón bohemio de la ciudad nórdica, a veces he mirado las partidas de la petanca, cuando los jugadores lanzan esferas de metal con el puño hacia abajo sobre un terreno apisonado. Se practica en el uno a uno, o por duplas, a veces también en tripletas, y con el alma bien concentrada se lanza la bola hacia una pelotita blanca de material sintético, mínima y trascendental como una luna de juguete. Hay que alejar al enemigo, y las esferas chocan y se desplazan, y la gente de Argelia, Marruecos y Tailandia juega mucho a la petanca, sobre todo en Francia y los Países Bajos, y también en la isla de Montreal donde basta una pequeña superficie arenosa —y algo de buena puntería— para emprender viajes instantáneos a dichos países.

En la puerta de mi edificio pensaré que nada como las bancas del parque Jeanne-Mance para regresar a la casa poligonal de la lengua española. Allí es donde se concentran los gritos del Caribe, y en cualquier mediodía hecho de sol, de los que ya casi se nos van de las manos, es posible asistir a un beisbol bien pronunciado desde Nicaragua o Panamá, y son muchos los cubanos conocedores, también los dominicanos ruidosos, los venezolanos apasionados o los boricuas impertinentes. No, nunca faltarán los oriundos de Veracruz o de Yucatán o de Campeche, a veces alguien de Coahuila, almas en cuyos acentos cobra color el Tampico de la isleta Pérez del Parque Alijadores de otro siglo. Y al recordarlo concluiré que todos los juegos de pelota están hechos de nostalgia, sí, porque sólo la nostalgia puede ilustrar la contradicción de nuestras identidades, ¿cómo decirlo?, porque acaso ya siempre seremos provincianos universales —entiéndase aldeanos cosmopolitas— en los parques más entretenidos de nuestros destierros…

Al salir de la estación del Metro caminaremos por la calle De Castelneau. Junto a los amigos de cada sábado presentiré mangas largas en el ambiente, y todos comprobaremos que agosto ya va de salida en ese aroma de otoño anticipado recorriendo las aceras —al caer la noche las temperaturas vuelven a descender, y, debo decirlo con tristeza desde el primer párrafo, en el Polo Norte la luz del sol ha comenzado a llegar tarde a los amaneceres...

Casi al unísono estaremos de acuerdo en que el otoño suele arribar precedido de olores inconfundibles. Madera húmeda o cortezas mojadas, sí, huele como a ramas hechas de lluvia, y siempre será la estación más bienoliente de todas, no nos cabrá ninguna duda. Por cierto, qué difícil resultará describir sus efluvios a los nacidos en el Golfo de México, allá donde el trópico es brisa y sarpullidos permanentes. Distraído sobre las banquetas de las charlas de mis amigos —uno argentino, el otro uruguayo (que no es lo mismo pero es igual, diría Silvio Rodríguez)—, en voz alta renunciaremos a la elegancia del término “efluvio”; para simplificarlo, acudiremos a sinónimos más cotidianos, a vocablos como “emanación” o “esencia”, siquiera “fragancia”, y, ante las dudas de la palabra “almizcle”, entenderemos que los ciclos boreales se han hecho nuestros gracias a los diccionarios hispánicos.

Picará nuestra curiosidad este barrio habitado por los transterrados del subcontinente indio, también de Paquistán, de Sri Lanka o de Bangladesh. Sus miradas y sus restaurantes irán del inglés al hindi, del sánscrito al francés, del bengalí al punjabi, tal es el vaivén lingüístico más cotidiano en el sector, y está muy bien que así sea. Reflexionaré, además, que en esta parte de la ciudad siempre seremos un “país de países”, un mosaico de pronunciaciones, y los tres nos perderemos en una pequeña multitud de turbantes, negros, anaranjados, amarillos, adolescentes de mirada traviesa, mujeres vestidas con el “sari” tradicional, y después caminaremos hacia el parque Jarry donde la tarde aún arrojará sus claridades sobre unos jardines de apariencia interminable.

Muy al fondo veremos a dos equipos de cricket y los banderines en el césped delimitando un campo circular…, ¿o era ovalado?..., difícil decirlo. El lanzador tomará impulso y la pelota saldrá de su mano como un proyectil de madera, y escucharemos el impacto impresionante del bateador, y no, lo diré sin tapujos, yo no conozco las reglas del cricket, sólo lo esencial, los once jugadores por bando, la cancha redonda y esa franja central de arcilla donde los adversarios se miran de frente en cada lanzamiento. Nos detendremos a contemplar sus uniformes: azul marino, por un lado, rojísimos por el otro, y no veremos asistentes, sólo los jugadores y sus familias a la sombra de un arce monumental. Por accidente invadiremos la zona del juego, y ellos mirarán hacia nosotros con ojos de reproche: perdón, perdón, perdón, gritaremos los tres, avergonzados, y levantaremos la mano en señal de amistad, y también agacharemos la cabeza, y yo me quitaré la cachucha en son de paz, y luego firmaremos un tratado de amistad acercándonos al árbol de las familias numerosas y de los uniformes luminosos y de las mujeres tan sumisas —sus gestos de abnegación me harán pensar mucho en las novelas de Arundhati Roy, y ni modo.

Permaneceremos allí, un buen rato, junto a esos rostros ahora tan complacientes. Como en un subibaja de pronunciaciones, reconoceremos la música del hindi sin entenderlo, y esa será la mejor hora de nuestro sábado, qué digo, el mejor día de un otoño inminente. Además, comenzaremos a entender mejor el cricket, sus dinámicas de “palo y pelota”, sus bateadores y sus lanzadores y sus corredores. Y, sin haber salido nunca de la isla de Montreal de todos los deportes del mundo, realizaremos un viaje imaginario por la “Commonwealth”—la Comunidad Británica de Naciones— donde dicho juego es casi una religión: iremos a las Antillas por el rumbo de Australia, pasaremos por Zimbabue rodeando la India, y desde Inglaterra alguien nos hablará también de Nueva Zelanda y de Sudáfrica, potencias mundiales del cricket.

Más tarde, camino a casa, recordaré haber descubierto otros rincones del planeta gracias a los juegos de pelota. En el parque de la Bolduc, por ejemplo, en el corazón bohemio de la ciudad nórdica, a veces he mirado las partidas de la petanca, cuando los jugadores lanzan esferas de metal con el puño hacia abajo sobre un terreno apisonado. Se practica en el uno a uno, o por duplas, a veces también en tripletas, y con el alma bien concentrada se lanza la bola hacia una pelotita blanca de material sintético, mínima y trascendental como una luna de juguete. Hay que alejar al enemigo, y las esferas chocan y se desplazan, y la gente de Argelia, Marruecos y Tailandia juega mucho a la petanca, sobre todo en Francia y los Países Bajos, y también en la isla de Montreal donde basta una pequeña superficie arenosa —y algo de buena puntería— para emprender viajes instantáneos a dichos países.

En la puerta de mi edificio pensaré que nada como las bancas del parque Jeanne-Mance para regresar a la casa poligonal de la lengua española. Allí es donde se concentran los gritos del Caribe, y en cualquier mediodía hecho de sol, de los que ya casi se nos van de las manos, es posible asistir a un beisbol bien pronunciado desde Nicaragua o Panamá, y son muchos los cubanos conocedores, también los dominicanos ruidosos, los venezolanos apasionados o los boricuas impertinentes. No, nunca faltarán los oriundos de Veracruz o de Yucatán o de Campeche, a veces alguien de Coahuila, almas en cuyos acentos cobra color el Tampico de la isleta Pérez del Parque Alijadores de otro siglo. Y al recordarlo concluiré que todos los juegos de pelota están hechos de nostalgia, sí, porque sólo la nostalgia puede ilustrar la contradicción de nuestras identidades, ¿cómo decirlo?, porque acaso ya siempre seremos provincianos universales —entiéndase aldeanos cosmopolitas— en los parques más entretenidos de nuestros destierros…