La extraña dama del Billar Bolas: y cómo se formaba rueda para verla jugar

2022-08-08 11:26:04 By : Ms. Alice Meng

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2 °C La Plata Lunes 8 de Agosto, 2022

La misteriosa venta de la “mina de oro”; el whisky del porteño agrandado y el “Jefe de Compras”, un ángel sin alas que vendía trapos rejilla

“Se formaba rueda para verla jugar y de los nervios los hombres pedían un whisky tras otro”

Por: Hipólito Sanzone hsanzone@eldia.com

“Tres ó cuatro veces me lo tuvieron que sacar, o lo rompía todo”.

La misteriosa razón por la que se había puesto en venta a esa “mina de oro” que resultaría el Bolas, era un conflicto familiar al que don Aníbal Esteban Lima entendía que debía ponerle freno antes que ocurriera una desgracia. Dicen que a la familia no se la elige pero que hay un momento en que uno de sus miembros elige por el resto el ingreso de “uno de afuera”. Y ahí es donde aparece un parentesco político con mala prensa, aunque también injustamente cruzado por las generalidades: el cuñado.

Ese cuñado manejaba la noche en el Bolas donde se jugaba billar, dominó y generala, discretamente por plata. Y hay gente a la que le gusta jugar a todo y suele también perder a todo. Los hijos de don Lima no sintonizaban la misma frecuencia que su cuñado.

“El gallego Lima tenía que lidiar con todos los problemas del negocio y estaba podrido. El día en que Luero peleó por el título argentino en el Luna Park, alquilaron un colectivo para llevar a la gente que paraba en el Bolas y le dejaron el negocio a cargo de un mozo”.

Ahí, cuenta Alberto Romero, se enteraron de otra verdad oculta.

“El negocio lo manejaba un mozo. Nosotros cuando nos hicimos cargo del boliche lo tomamos sin personal y pusimos al nuestro, que no era tan ducho pero eran conocidos, de confianza. Un día viene el hermano de este y nos dice: ‘por qué no toman a mi hermano que trabajó acá y conoce todo el movimiento’. Y lo tomamos. A los dos meses nos dijo que renunciaba, que no le convenía trabajar por el sueldo que le pagábamos. Yo le dije que veíamos de pagarle algo más y el tipo me dijo que ni por el doble se quedaba. Y ahí nos contó que antes él ganaba más porque ‘trabajaba’ para él. Ahí también entendimos por qué Lima estaba cansado y quería vender”.

La noche de la Tormenta de Santa Rosa en que el Diablo perdió el alma en una partida de dominó en el Bolas, no faltó quien dijera que se venía el fin del mundo. Y ante cada trueno o relámpago se persignaba. En una mesa del fondo un tal Cachorro, que vivía en Villa Ballester pero solía venir a La Plata a visitar a la familia, pedía perdón a Dios por todos los cabaret en los que había estado. Se había hecho gran amigo de Oscarcito, el impecable mozo de la mañana, al que le había mostrado los uno y mil tugurios a lo largo de la ribera desde Punta Lara hasta la Isla Maciel.

Concurrencia variopinta la del Bolas, en extremo, como la vida misma.

“Una noche entró un tipo con pinta de actor de cine y un saco a cuadros que no se veía en ningún lado, que no usaba cualquiera. Era el comentario del salón. El hombre se fue para el fondo, se puso a jugar al billar y como a las dos ó tres horas viene al mostrador y pregunta: ‘¿Nadie devolvió un saco a cuadros?’. En un descuido se lo habían robado. Otro día vino otro a quejarse porque se había quedado dormido en la mesa, se había descalzado y le habían robado las zapatillas. Mas que ladrones lo que había era gente que le gustaban las bromas, digo yo”.

UN NOMBRE INCÓMODO

Al Bolas estuvieron a punto de cambiarle el nombre. A Soledad, la esposa de Quique Rodríguez Dorrego le incomodaba contar que su marido era uno de los dueños de un lugar que se llamaba “Bolas”. Y como si hiciera falta la mujer tenía que andar explicando que el nombre solamente tenía que ver con las bolas de billar.

“A mi mamá no le gustaba ese negocio, ese ambiente lleno de hombres”, dice hoy su hija, que también se llama Soledad y era una nena cuando correteaba por aquel enorme salón de ese mundo fascinante del negocio de su papá y al que hoy recuerda con entrañable afecto.

“Ella quería ponerle un nombre más pituco. Pero la convencimos y le quedó Bolas”, ríe Alberto Romerito Romero, uno de los tres socios originales del Bolas a partir de 1979.

A las cuatro, cinco de la madrugada llegaban otras criaturas de la noche y que eran las únicas mujeres que a esa hora pisaban el Bolas. Eran “las chicas” de los cabarets. A veces llegaban solas o en grupos de tres ó cuatro o acompañadas por tipos a los que llegado el momento de tener que presentarlos, lo hacían como “muchachos amigos”.

Era la hora de los sándwiches de lomito, los tostados de miga y los de milanesa, pese a la queja que al otro día dejaban los empleados de la concesionaria Ford, cuyas esposas tenían un olfato infalible para detectar la fritanga impregnada en la ropa. Una vez probaron con vender pizza y hasta llevaron un maestro pizzero pero teniendo a Mateo justo enfrente, cruzando la calle, aquello era como pretender vender estufas en la selva tropical o frazadas en pleno enero en la playa de Punta Lara.

Alberto “Romerito” Romero denunciado por el Gordo Muñoz, una vida de película

LA EXTRAÑA DAMA

La única mujer que entraba al Bolas de día, en el horario que las convenciones definen como “normal”, era, recuerda Romero, una tal Laura y la describe como una morocha muy linda, alta, como de casi 40 años, contadora. La mujer tenía su estudio en una oficina de una galería de por ahí y al final de la jornada iba por un whisky y una partida de billar, junto a dos tipos más jóvenes, trajeados, que también parecían contadores.

“Nosotros la tratábamos entre algodones porque cuando ella venía se llenaba de hombres para verla jugar y de los nervios pedían un whisky atrás de otro”.

Nadie esperaba que el Rengo se hubiese estado guardando esa ficha de cinco y tres con la que cerró la partida. La apuesta era alma contra alma, mano a mano y sin revancha. El auditorio que se había formado alrededor de la mesa exhaló un murmullo cargado de nicotina. El Diablo mantuvo la vista clavada sobre el dibujo que las fichas habían formado y que parecía la entrada a un laberinto invencible.

“Permítame una palabra, a solas”, dijo el Diablo y se levantó, despacio, para caminar hasta el fondo, hacia los billares donde a esa hora quedaba una mesa desierta, sin jugadores.

“Antes de entregarle mi alma, me gustaría hablar de aquella coupecita suya, la De Carlo 700”, dijo el Diablo.

En el Bolas había normas estrictas. Por ejemplo, a ningún cliente, por más cliente y amigo que fuese, se le convidaba alcohol.

“Cafés, los que quisieran pero ni whisky ni Gancia ni nada”.

Como postal del estricto cumplimiento de aquella norma, Romero cuenta la noche en que su amigo Rodolfo Sáenz fue al Bolas a celebrar que había llegado a la final del concurso de preguntas y respuestas que auspiciaba Gillette. Era una variante del legendario Odol Pregunta pero con otro sponsor.

“Se había tomado dos whiskys y me dijo: ‘no pido otro porque se que no me vas a querer cobrar’. Entonces le dije: ‘tenés razón, sos amigo, no te los voy a cobrar. Pero no los va a pagar el negocio, los voy a pagar yo’. Y saqué plata del bolsillo y la puse en la caja”. Sáenz perdió el concurso en la última pregunta y en lugar del premio millonario que había, le dieron una maquinita de afeitar.

“No convidar alcohol era una norma que habíamos impuesto entre los tres socios. Recuerdo a un doctor Balboa, un abogado que había sido apoderado del Frejuli (Frente Justicialista de Liberación), que enterado del asunto venía y se tomaba como diez cafés. No recuerdo haberlo visto jamás con un vaso de Gancia”.

A mediados de los 80 el centro de La Plata conoció “la fiebre del oro”. Fue el desembarco de varios locales de compra venta de anillos, cadenas, aros, dijes y relojes de ese metal. En la esquina de 8 y 48, cerca de la pila de cajones del puesto callejero donde el millonario y ex presidente tripero José Muñoz supo vender fruta y verdura, unos porteños abrieron un local de esas compra venta de oro. Y todos los mediodías, al momentáneo cierre, caían al Bolas a comer un sánguche y jugarse una partida de billar.

“El dueño de la compraventa era muy simpático pero agrandado como suelen ser los porteños. Pedía sánguches de jamón crudo y nosotros ni soñando íbamos a tener ese fiambre. Gracias que teníamos jamón cocido. La gente del Bolas era de la mortadela y el salame. Y el tipo entraba y me decía: ‘un whisky para un porteño’. Se hacía el que sabía tomar, que conocía de bebidas. Un día dije: ‘a este le voy a hacer una broma’. Y le serví un vaso generoso de Gold Top, que era una especie de imitación del whisky que nos habían mandado de la Bols. Yo me dije ‘me lo va a devolver’, pero se lo tomó. Y al otro día otro y otro y así hasta que se terminó, en cosa de un mes, las tres botellas que había. Lo llamo al corredor de la Bols para pedirle más y me dice ‘no, Romero, esa bebida no la hacen más’. Entonces al otro día le serví un whisky bueno, un Etiqueta Negra. Y me lo devolvió. Me dijo que eso no era el whisky que él había estado tomando. Y yo no le podía decir que eso que a él le había gustado tanto no era ni whisky. Entonces le abrí delante de suyo una botella nueva del Etiqueta Negra y le serví. Y se lo tomó, pero no muy convencido”.

El Bolas tuvo, entre sus personajes más insólitos pero al mismo tiempo entrañables, a Charly, el “Jefe de Compras”.

Era un hombre de unos 50 años de los que hoy se conocen “en situación de calle”. Dormía en las cocheras que entonces estaban en la esquina de 48 y 9. Lo recuerdan como “una persona muy instruida, capaz de recitar de memoria la formación de Vélez del año 1948 o de cualquier equipo que le pidieran”.

Charly no pedía limosna. Vendía trapos rejilla que compraba en una ferretería de 49, entre 10 y 11. A veces no tenia plata para reponer mercadería y en el Bolas le financiaban la compra. Y Charly, a lo sumo dos días después, devolvía el préstamo y guay que no le quisieran aceptar el dinero. A lo mejor Charly era uno de esos ángeles sin alas que andan por ahí, cargando con la repetida leyenda urbana de que había sido un médico famoso y esas cosas que se cuentan para justificar su paso y su maltrato por algún que otro manicomio.

“Le decíamos nuestro Jefe de Compras porque a veces le pedíamos que fuese a buscar una bolsa de hielo al Automóvil Club de 51 y 9 y tardaba en volver media hora, cuarenta minutos. Cuando llegaba le preguntábamos dónde se había metido y decía que el hielo en el ACA costaba el doble que en la fábrica de Rolitos que estaba en 42 entre 1 y 2, entonces se iba hasta allá y volvía caminando con la bolsa al hombro, para hacernos ahorrar. Una vez le pedimos, a las 11 de la mañana, que fuese a buscar seis botellas de Gancia y volvió como a las seis de la tarde. Había estado buscando precios en Copoba, en lo de Aníbal, en el Hogar Obrero y había terminado en Nini. Todo eso caminando”.

Quique Rodríguez Dorrego detrás de la cafetera del Bolas. Soledad, su esposa, no estaba muy conforme con el nombre del negocio

Después de más de dos décadas de esplendor el Bolas cerró en el año 2000. La administración de la propiedad había quedado en manos de un nieto de aquella mujer que apilaba facturas de impuestos de tantas propiedades que tenía. La que se sorprendía gratamente cuando “los chicos”, como llamaba a sus tres inquilinos del Bolas, le pagaban algo más que el alquiler pactado, porque a ellos les iba bien y querían tenerla contenta. Cuentan que el nieto había recibido una oferta millonaria del Banco Itaú que aquellos Tres Mosqueteros no pudieron empardar.

“El banco nunca se instaló, no supimos por qué. Al tiempo vino el nieto y nos propuso devolvernos el local a cambio de hacernos cargo de los gastos de impuestos y demás. Pero a esa altura ya habíamos vendido todo: los billares, las mesas, la vajilla. Se había cerrado para nosotros una etapa de la vida, maravillosa, pero una etapa cerrada. Habíamos hecho muy buen dinero, lo habíamos sabido invertir y la vida tenía que seguir”, reflexiona Romero con una voz firme, sin nostalgia, con el aplomo de los guerreros de la vida.

De todas esas instalaciones del Bolas que según los ojos y el corazón desde donde se las mire podrán ser consideradas “reliquias”, sólo se sabe el destino de dos mesas. Dos Brunswick, legítimas, de doble paño, que el mutualista Jorge Pagano compró para regalarles a los abogados platenses Fernando Burlando y Fabián Améndola.

“En una fiesta que hizo Pagano conocí a Maradona y fui al único que esa noche le firmó una servilleta”, recuerda Romero que pide pista para contar una etapa de su vida que para él es un verdadero tesoro: sus días de periodista deportivo.

A los 17 años, cuando era alumno de la Escuela de Comercio en Tandil, Juan Carlos Yotti, un profesor, lo animó a escribir crónicas de boxeo y de fútbol. Romero era por entonces jugador de Santamarina, bien podría decirse el Boca de Tandil. Fue cronista en el diario Actividades y relator en Radio Azul. Su audacia lo llevaría al Mundial de Alemania 74 donde José María Muñoz lo denunciaría por transmitir por teléfono, sin haber pagado los derechos que pedía la FIFA. Trabajó en Radio Provincia con Montreal y Díaz Lozano y en una pieza de pensión de Plaza España número 95 una noche el inigualable dibujante del diario EL DIA, Julio “Pilo” Truet, le dijo, charlando de cama a cama: “no me gusta que a Gimnasia le digan tripero. Tengo que encontrar un nombre más lindo”. Y al rato se levantó, fue a la cocina y dibujó el Lobo del Bosque que quedaría en la historia.

En ese mismo 1962 Romero se recibió de contador y un verano, el periodista y escritor Alejandro Castañeda, que comandaba las coberturas de la temporada en Mar del Plata, lo convocó para cubrir los torneos de fútbol de verano, reportajes a los jugadores y notas de color.

“A Alejandro lo conocía de Brandsen, de cuando trabajé en la municipalidad. Para mi no era un trabajo, era una diversión, un placer. Iba con el gran fotógrafo Chochó Santoro”.

El Rengo apoyó una nalga sobre la mesa de billar vacía para sentarse con una pierna colgando y levantó la vista para estar seguro de que nadie lo estaba viendo porque aquello estaba prohibido. Los billares no se hicieron para sentarse.

“Ya me olvidé de ese tema. Deme su alma, pague esta deuda de juego y terminemos con esto”, ordenó el Rengo.

El Diablo le sonrió con una de esas sonrisas escalofriantes que le pertenecen.

“Usted puede que ya se haya olvidado, pero ella no. ¿María se llamaba?”, preguntó el Diablo con impostada inocencia.

El Rengo apretó los dientes como quien hace un esfuerzo por no perder la calma.

“No la meta en esto, no sea miserable. Para mi es pasado muerto y enterrado. Pague y dejame en paz”, volvió a ordenar el Rengo.

Pero la historia del Bolas no estaría completa sin el otro libro que de tanto y tanto que ha vivido y recuerda, bien podría escribir Aníbal Lima, el hijo menor del dueño original de ese boliche legendario que dejó una marca en la emoción de la ciudad.

“Tres ó cuatro veces me lo tuvieron que sacar porque sino, lo rompía a trompadas”, cuenta Aníbal Lima, para resumir en pocas palabras el conflicto entre aquellos cuñados que precipitaría la venta de “la mina de oro”.

La vida de Aníbal, a quien los amigos de la hinchada de Estudiantes de los 70 y 80 conocen como “El Carretel”, es, sin duda, otra parte imperdible y necesaria de la historia jamás contada del irrepetible Bar y Billar Bolas.

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