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Así sería tu vida sin ella.
Sobremesa de verano. Un sol implacable lo impregna todo. La única actividad posible parece ser extender una toalla sobre la hierba y tumbarse bajo la sombra de los álamos, a la orilla del río. La espalda se va pegando lentamente al suelo, igual que el agua se adhiere al cauce del río, y el tronco del álamo desciende hasta hundirse en la tierra. El libro, abierto para ser leído, descansa sobre la toalla, y una diminuta hormiga abandona la tierra bajo sus patas para avanzar por una de sus páginas.
La pesadez reinante podría atribuirse al sopor de la siesta, que indudablemente la potencia, pero su razón más poderosa es una realidad que estamos acostumbrados a obviar: la Tierra tira de nosotros. Constante, intensa e irremisiblemente. Basta con echar una ojeada a nuestro alrededor, independientemente del lugar donde nos encontremos, para encontrar ejemplos de su presencia y de los esfuerzos, generalmente inconscientes, que realizamos para contrarrestarla: pinzas para la ropa, clavos para fijar cuadros, estanterías para depositar libros, vasos para atrapar líquidos e incluso narices y orejas convertidas en soportes para gafas.
La ciencia, el martillo y la pluma Estamos definitivamente atrapados en su campo de acción, vivimos entregados por completo a sus efectos y, sin embargo, aún no hemos conseguido descifrar completamente qué es la gravedad. En el siglo XVI, Galileo Galilei descubrió que los objetos se mueven de forma horizontal gracias a la inercia, de tal modo que, si no hay otras fuerzas que los afecten, como el rozamiento, podrían continuar avanzando infinitamente. Bajo esta óptica, quiso averiguar qué ocurría con los objetos en caída libre e intuyó que tenían implicada una aceleración constante.
Para analizar si la intensidad de la aceleración dependía de la masa del objeto, hizo rodar bolas de cañón de aleaciones distintas por un plano inclinado y comprobó que la aceleración era la misma en todos los casos. El problema de Galileo para obtener un resultado completamente fiable era el rozamiento que ofrecía la rampa que utilizaba como plano inclinado. En 1581 intentó solventarlo lanzando dos bolas de distinta densidad desde lo alto de la torre de su ciudad natal, Pisa, pero en este caso, el rozamiento vendría proporcionado por la atmósfera terrestre.
Lamentablemente, Galileo no pudo ser uno de los miles de espectadores que contemplaron la demostración de su teoría, televisada en julio de 1971 desde un ámbito óptimo: la superficie sin atmósfera de la Luna. El astronauta David R. Scott se situó ante la cámara del módulo lunar con una pluma de halcón en una mano y un martillo de geólogo en la otra. Soltó ambos objetos al mismo tiempo y demostró al mundo que ambos llegaban al suelo lunar a la vez.
Leyes de peso El primer científico que, en el siglo XVII, dio solidez matemática al concepto de la gravedad fue Isaac Newton. De su famosa Ley de la Gravitación Universal y de sus leyes del movimiento se desprende que dos objetos se atraen entre sí con la misma fuerza, pero en direcciones opuestas y con una aceleración inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa, lo cual quiere decir que, aunque parezca increíble, nosotros atraemos a la Tierra exactamente igual que ella nos atrae a nosotros. El secreto de que siempre seamos nosotros los que caigamos, y no al revés, está en la masa: cuanta más cantidad de materia tenga un objeto, mayor fuerza gravitatoria ejerce sobre otro. La teoría de Newton permitió explicar gran cantidad de fenómenos naturales que hasta entonces habían sido un misterio, como los movimientos de los planetas, las mareas, producidas por la acción gravitatoria de la Luna, o las leyes que rigen la caída de los cuerpos, y siguió vigente hasta que un nuevo genio de la ciencia vino a ocuparse de este fenómeno omnipresente.
Einstein y el espacio-tiempo A principios del siglo XX, Albert Einstein interpretó la gravedad dentro de los parámetros de su teoría de la relatividad y la definió como una distorsión del espacio-tiempo provocada por los objetos existentes en él. El científico alemán consideraba la existencia de una especie de tejido espacio-temporal que los cuerpos masivos podrían deformar, como lo haría una bola maciza rodando sobre una sábana extendida. La curvatura que se produce en el espacio-tiempo es la que determina la trayectoria de los cuerpos en esa región. O, para utilizar la interpretación de los científicos C. Misner, K. Thorne y J. Wheeler, la materia le dice al espacio cómo curvarse y el espacio le dice a la materia cómo moverse. Einstein predijo fenómenos como que un campo gravitatorio muy potente puede llegar a desviar un rayo de luz, hecho que acaba de comprobarse una vez más durante el eclipse de sol que ha podido verse el mes pasado desde África.
En época más reciente, la física de partículas ha lanzado la hipótesis de la existencia de los gravitones, unas partículas que rodearían a los cuerpos y determinarían su gravedad, pero que, de momento, quedan confinadas al campo teórico, porque nadie ha conseguido verificar su existencia.
El día a día En cualquier caso, si la gravedad no determinase nuestra existencia en su doble papel de carcelero-fuente de vida, el mundo sería un terreno yermo, similar a un asteroide rocoso, e incapaz de mantener sobre sí una atmósfera habitable, porque ésta huiría hacia el espacio. En lugar de eso, tenemos un planeta en el que el agua puede mantenerse en estado líquido, caer en forma de lluvia y alcanzar los más recónditos lugares donde la vida la necesita para avanzar.
Todos los seres vivos se han configurado obedeciendo a sus leyes: las plantas lanzan sus raíces hacia el subsuelo para buscar nutrientes y los animales y seres humanos han configurado sus sistemas sanguíneos, digestivos, musculares y óseos en función de las limitaciones o ventajas aportadas por esta fuerza. Los planetas se agrupan unos en torno a otros en sistemas de órbitas elípticas debido al entramado de fuerzas que conforman sus campos gravitatorios.
La materia que hay en el universo se atrae, se acumula y desencadena procesos como la formación de las estrellas, la aparición de planetas o el colapso de agujeros negros. De esta forma, la fuerza de la gravedad nos aferra sin remedio al mundo, pero, afortunadamente, en él han surgido seres como los pájaros, que nos han enseñado a diseñar alas delta, parapentes o paracaídas para disfrutar del inmenso placer de burlarla.
Lo que nos muestra la báscula depende no sólo de nuestra masa, sino también de la potencia del campo gravitatorio en el que nos encontremos. Esto significa que, con el mismo cuerpo, podemos pesar más o menos en función de si nos encontramos en la Tierra, en la Luna o en un asteroide. En los cuerpos más importantes del Sistema Solar una persona de 70 kg pesaría: 26,4 kg En Mercurio. 63,4 kg En Venus. 11,6 kg En la Luna. 26,3 kg En Marte. 165,4 kg En Júpiter. 64,1 kg En Saturno. 62,2 kg En Urano. 78,7 kg En Neptuno. 4,6 kg En Plutón. 1.895 kg En el Sol. 9.800.000.000.000 kg En una estrella de neutrones.
Todos los objetos, por diminutos que sean, se atraen entre sí. No somos conscientes de esta fuerza, porque nos hemos desarrollado en el potente campo gravitatorio de la Tierra y éste ha encubierto en gran parte las manifestaciones de la gravedad de otros objetos. Si no existiera, nuestros cuerpos tendrían una mayor fuerza de atracción sobre otros cuerpos y sobre objetos más pequeños.
Sin gravedad, la inercia hace que cualquier objeto en movimiento sea imparable. Una vez acelerado un coche, su velocidad sería constante; necesitaríamos un sistema que imprimiese mucha más fuerza de frenado a los vehículos para poder detenerlos.
Para levantar cualquier objeto necesitamos ejercer una fuerza similar al peso del mismo. En una situación de gravedad cero, la masa permanece, pero el peso no existe, así que podríamos cambiar las ruedas del coche sin necesidad de utilizar un gato.
Todos los objetos destinados a amortiguar la carga de nuestro peso (colchones,tumbonas, camas, sillas...) serían innecesarios. Quizás incluso necesitásemos dormir atados para no ‘salir volando’.
Nuestro sistema digestivo utiliza la gravedad para realizar el tránsito intestinal. Sin gravedad, los movimientos peristálticos que empujan el alimento hacia abajo serían mucho más enérgicos, algo así como comer boca abajo.
Los deportes más populares también sufrirían al no haber gravedad. La práctica de cualquier actividad deportiva basada en el lanzamiento (baloncesto fútbol, tenis, tiro, golf...) o en los saltos (hípica, altura, trampolín...) perdería su sentido completamente.
Si la Tierra nos atrae con la intensidad suficiente como para que nada ‘caiga’ de ella por su propio peso, ¿cómo es posible lanzar naves al espacio y hacerlas escapar así a semejante magnetismo? La fuerza del campo gravitatorio decrece con la distancia, de forma que, a determinada altitud, es posible alcanzar un punto de ingravidez. Para ello es necesario imprimir al objeto que se desee lanzar la velocidad suficiente como para originar una fuerza centrífuga cuya magnitud equilibre la de la gravedad. La velocidad mínima inicial que necesita un objeto para escapar de la gravitación de un cuerpo astronómico y continuar desplazándose sin tener que hacer otro esfuerzo propulsor se denomina velocidad de escape; su valor depende de la masa de dicho cuerpo y de la distancia que media entre él y el centro del cuerpo del que pretende despegar. La velocidad de escape de la Tierra se ha calculado en unos 11,2 km/sg. El sistema que se utiliza para conseguir propulsar un cohete se basa en el principio que expone la tercera ley de la mecánica de Isaac Newton y que afirma que toda acción provoca una reacción de igual intensidad y dirección opuesta. El motor del cohete deja escapar hacia abajo gases que impulsan el cohete hacia arriba con la misma fuerza.
Dentro de nuestra inmensa jaula planetaria existen posibilidades de alcanzar la ingravidez durante cortos periodos de tiempo. Los astronautas utilizan grandes piscinas para ensayar las tareas que efectuarán en órbita, ya que la flotabilidad simula bastante bien la falta de peso, a pesar del rozamiento con el agua. Para experiencias más cortas, los cosmonautas viajan en aviones que trazan rutas parabólicas en el aire; durante unos segundos, en las cercanías del apogeo de la trayectoria, experimentan la sensación de ingravidez en un receptáculo cerrado. Para poner a punto los instrumentos que usarán en el espacio, utilizan también torres especialmente diseñadas para ello, en cuyo interior los sueltan en caída libre. En la vida cotidiana, accionar un ascensor para bajar permite sentir la ingravidez durante unas décimas de segundo. Y, si queremos experimentar más aventura, sólo tenemos que lanzarnos en paracaídas. En cualquier caso, los efectos de la gravedad cero sobre nuestro organismo no nos resultarían agradables: los huesos y músculos se atrofian y la sangre, desorientada, se acumula libremente en distintas zonas del cuerpo.